Hola Ignacio,
Gracias por su comunicación, realmente es
satisfactorio saber que en medio de toda la euforia que pueden producir denuncias
como la de la Red colombiana de mujeres filósofas o mi testimonio haya alguien que se tome el tiempo de contestar
con detenimiento. Una aclaración: nunca fui su alumna. Efectivamente entre 2000
y 2004 nos cruzamos en el departamento, pero dudo mucho que hayamos intercambiado
más de un saludo alguna vez.
Dicho esto, quiero contarle brevemente por qué
escribí ese testimonio.
Me animé a enviar la carta al ver que la petición
en change.org la estaban firmando personas que fueron
o bien mis compañeros o profesores y tuvieron comportamientos reprochables
cuando yo era estudiante, entre ellos el mismo Douglas Niño como lo señalo en la
carta, pero no el único. Con usted no tenía reproche. Y como le escribí en el
comentario en la plataforma de change.org lo animaba a apoyar la causa sin
tanto titubeo y más bien a encontrar maneras de que sus preocupaciones se
transformaran en cambios en el aula (que yo desconocía y quedaron bien aclaradas
con su carta). Hay muchos casos de actitudes no solo machistas sino clasistas y
racistas de las que fui testigo de parte de profesores y estudiantes por igual,
sin embargo, como no fui doliente de ellas decidí no mencionarlas porque me
parece que son las víctimas quienes deben hablar en este momento. Con esto lo
que quiero aclarar es que mi testimonio fue una invitación a mirar esa
diversidad de violencias cotidianas que se viven en el departamento y que en el
afán de aprobar una materia o de sacar la carrera a flote, incluso debido la
admiración que nos producen los docentes o los alumnos más brillantes, nos
quedan muy difícil de identificar siendo estudiantes. E insisto, los dos profesores
mencionados son los que me afectaron a mi directamente, pero la mayoría de
quienes todavía están en el departamento de filosofía como profesores de planta
son quienes han sido sistemáticos en comportamientos reprochables no solo en su
discriminación por género, sino por clase y raza. Y eso es quizás lo que más me
duele y en donde encuentro un gran problema de coherencia: docentes que mantuvieron
relaciones afectivas con sus estudiantes, o descalificaron o humillaron a sus alumnos
por su condición social y se les llena la boca hablando de ética y quieren
darnos lecciones a todos.
Sentí que había que aprovechar el momento porque muchos
de los mencionados estaban posando de: «no es conmigo. Machistas, clasistas,
racistas son los demás. Yo jamás he tenido problemas con las mujeres, la condición
social o la raza» y eso solo perpetúa el problema. Decidí escribir mi
testimonio con nombres propios, pues no servía hablar en abstracto ya que esto
les estaba sirviendo de escudo para evadir el tema. Yo ya no estoy en la
Universidad ni me interesa la vida académica, mi experiencia como estudiante
solo sirve para resaltar que no fui un caso aislado, fuimos todas las mujeres
que estudiamos filosofía las que nos vimos sometidas a este tipo de
comportamientos, y que el daño se extiende a esos estudiantes que aun sin ser
mujeres no compartían el rasgo de hombre blanco y de clase media-alta que
parece ser el ideal de la persona que estudia filosofía para aspirar a ser
tratada como par. Y es que como le digo, más allá del daño que pudieron haber
causado en mí, es la sistematización de esta violencia en la cotidianidad de
las aulas lo que en el departamento parecen no comprender. Las diferentes
experiencias de violencia tienen consecuencias en el desempeño profesional y
personal de cada víctima, ahí también radica su gravedad y complejidad. Conozco
casos dramáticos que ameritaron intervención profesional para evitar una tragedia
y eso que yo en particular he tenido muy poca relación con estudiantes de
filosofía, incluso cuando estaba en la universidad.
Quisiera mencionar la carta de Marcela Tovar
publicada en Sentiido, porque me
parece que tiene un par de elementos que muestran lo complicada que es esta
reflexión para las personas que hemos pasado por el departamento, en particular
si conservan alguna relación con la academia. Por un lado, Marcela se negó a
dar nombres, no obstante, habla de situaciones mucho más graves que las mencionadas
en mi testimonio. Por otro, Marcela declara que ella «no quiere posar de
víctima, porque no lo es». Fíjese lo complicado que es, inclusive para una
persona como Marcela que se ha formado profesionalmente en un ambiente en el
que el reconocimiento a las víctimas es indispensable, verse como víctima. Porque
ser víctima se asocia con debilidad y sufrimiento y en su caso, ella dice estar
totalmente alejada de esa relación. Marcela se equivoca. Que no se sienta
víctima no quiere decir que no lo sea y que lo que narra en su testimonio no
sea una agresión tan reprochable como las demás. El tema pasa por identificar a
profesores queridos y admirados con victimarios. Ahí también encuentro una
enorme falla en la actitud del departamento: parecería que la indiscutible
capacidad de análisis de cada uno de sus integrantes no ha sido suficiente para
sentarse a reflexionar sobre sus acciones, en lugar de invitar al diálogo y tratar
de escuchar a las víctimas y enfrentar las cosas de frente, se han portado como
unos matones, como «la manada», desestimando los alegatos (como se ve en el
video que circuló en youtube en el que Luis Eduardo Hoyos y Luis Eduardo Gama tratan
de minimizar la petición de change y la califican de alegato). Es que ni
siquiera son capaces de darle un nombre al reclamo. Es terrible, a mi modo de
ver nada tienen que envidiarle a los Weinsteins, están al mismo nivel y por eso
mencioné en mi texto que se sienten moralmente superiores.
El hecho de haber llamado por su nombre a los agresores
trajo, en mi caso particular, aprendizajes personales, pero muy poco de
reparación. Juan José Botero se contactó conmigo casi inmediatamente después de
leer la carta con un mensaje privado muy sentido que me pidió no hacer público.
Sin embargo, pocos días después estaba firmando la carta del Departamento y
poniendo chistes pendejos sobre acoso en su muro de facebook. Eso me hace pensar que se disculpó para lavar su
consciencia conmigo pero que no se ha tomado el trabajo de entender qué es lo
que pasa de fondo. La disculpa de Douglas por otro lado me pareció calculada
milimétricamente. No dudo que él pueda haber cambiado ni que su intención sea
buena, sin embargo, la manera como contestó, el tiempo que se tomó y las
palabras perfectamente seleccionadas para hacerlo me señalan otra cosa. Además,
no deja de causarme extrañeza el comité de aplausos que lo respaldó tras su
respuesta y generó una nueva ola para invisibilizar la acusación y sí, a la
víctima, perpetuando así el círculo de la agresión porque la disculpa pasó a
ser más importante que la denuncia (a sabiendas de que tener presente la falla es lo que asegura la no
repetición). Conservo la esperanza de esto sea el primer paso para el cambio,
aunque me quedo con la duda de si lo hizo para quedar bien con el público.
De todas maneras, como lo dije antes, no se
trataba, en mi caso particular, de recibir reparación. Se trata más bien, de
señalar un comportamiento sistemático, nocivo e invisibilizador. Un
comportamiento que, por lo demás, no permite que personas (hombres o mujeres)
con pensamientos distintos o con capacidades más amplias que las que explora la
misma filosofía, hagamos parte de la academia. Mi esperanza radica no en que
quienes están cambien. La mayoría son demasiado mayores para reconsiderar su
posición y están inmersos en una burbuja bibliográfica que les impide ver qué
pasa a su alrededor, otros ni siquiera consideran esto un problema como lo
señalé antes. Con lo mucho que quiero a Bernardo Correa y a Lisímaco Parra, ambos
son ejemplo de personas que deberían ceder sus puestos como profesores
titulares y abrirle campo a nuevas generaciones, ojalá a mujeres. Que se queden
como profesores de cátedra, eso garantiza que su experiencia seguirá inspirando
a otros estudiantes y de paso dejan de hacer parte de ese círculo de maniobras
igualmente reprochables e incoherentes con la ética y el discurso
anticorrupción de quienes reciben pensión y siguen siendo profesores titulares.
Finalmente me parece importante señalar que salvo
usted que se contactó conmigo directamente, no tuve ningún otro acercamiento en
busca de aclarar lo sucedido o ampliar mi testimonio: ni el departamento, ni los
acusados, ni la universidad, la escuela de estudios de género, nadie. Una muestra
más de que este tipo de eventos sufren de la efervescencia del momento y son
rápidamente olvidados por todos y que en esa Universidad no tienen tiempo ni
ganas de atender reclamos de esta índole. A las víctimas hay que escucharlas y los
profesores del departamento, de la Facultad de ciencias humanas y la rectoría
de la universidad deben no solo abrir espacios sino estar dispuestos a oír cómo
cambió la vida de las estudiantes que han hablado de temas de agresión en el
aula. Eso sin mencionar los casos de acoso, y abuso que seguro los hay. Solo
así podrá gestarse algún cambio. En últimas, Filosofía es el ejemplo más notorio
de disparidad numérica de género, pero no es único, los otros departamentos
tienen problemas similares y nos hemos hecho (las mujeres también) las de la vista
gorda para encararlos.
Le dejo un artículo de The Guardian en donde muestran las
acciones que están tomando las orquestas para erradicar el problema de género
en la música que quizás pueda serle de utilidad: Female composers largely ignored by concert line-ups.