miércoles, 3 de octubre de 2018

No lo reporté porque

Por: Vanessa Villegas Solórzano


#noloreportéporque

Contaba Mariana Arango que, cuando era estudiante de Odontología en la Universidad de Antioquia en 1935, sus compañeros le escondían penes humanos en su casillero y los bolsillos de su abrigo buscando con esto disuadirla de continuar sus estudios profesionales. «Porque estudiar en la universidad no era para mujeres». Y si había una mujer dispuesta a alterar el orden impuesto por los varones tanto estudiantes como profesores, entonces debía pasar las pruebas de resistencia como la mencionada y los juicios peyorativos en los que su inteligencia y dedicación eran cuestionadas por su género.

Concha Peláez estudió Química farmacéutica en la Universidad de Antioquia (UdeA) a finales de los años cuarenta. Para ese entonces las carreras tenían cupos limitados para las mujeres, Concha lo narra así: «la entrada para las mujeres no era libre, había cuotas, tres o cuatro mujeres por carrera». Conchita fue la única mujer entre dieciocho hombres, pero a diferencia de Mariana, dice que jamás fue discriminada por sus profesores o compañeros. Era una estudiante brillante y se ganó una beca para ir a la Universidad de Michigan en Ann Arbor, Estados Unidos. Concha señala que la gran diferencia entre la UdeA y Ann Arbor no era la calidad de la educación sino la cantidad de mujeres que participaban de la vida académica.

Margarita Córdoba perteneció a la segunda generación de mujeres que estudiaron Derecho en la Universidad de Antioquia y participó activamente en la campaña del plebiscito de 1957. Para ello, junto a un grupo de activistas por la causa femenina, recorrió los pueblos de Colombia explicándole a las mujeres que ellas también tenían derecho a ser ciudadanas con igualdad de deberes y oportunidades que los varones. Tras la campaña, Margarita fue escogida por sus compañeras de lucha como candidata en las elecciones parlamentarias y fue Representante a la Cámara entre 1958 y 1960. Los proyectos que impulsó giraban alrededor del papel de las mujeres en la sociedad: gracias a ella se promovió el nombramiento de mujeres en cargos públicos y las estudiantes embarazadas, que hasta la fecha eran expulsadas de las aulas por ser un mal ejemplo para sus compañeras, pudieron continuar con sus estudios. De no haber sido por Margarita y su convicción de que representaba la necesidad de cambio en las políticas de esta sociedad más que a las mujeres colombianas, Colombia se habría tardado varios años en tener magistradas, juezas y en general, mujeres profesionales en la vida pública. Todas ellas son voces necesarias para entender la sociedad en la que vivimos y somos parte.

El Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional sede Bogotá parece estar estancado en esa época: en la de Mariana Arango como víctima de matoneo de profesores y estudiantes, la de Concha Peláez como única estudiante en su carrera, la de Margarita Córdoba explicándole a los congresistas que los espacios para las mujeres hay que abrirlos, no se abren solos. La gran diferencia parecería ser que al menos esas mujeres lograron ser escuchadas, encontraron en algunos de sus pares unos receptores capaces de convertirse en agentes de cambio. Los profesores del Departamento de Filosofía, por el contrario, no se han percatado de su error. Su extensa bibliografía y sus créditos académicos parecen haberlos blindado: están por encima de los demás y no tienen por qué cambiar algo que, en apariencia, ha funcionado bien durante tantos años.

Sin embargo, ese Departamento no ha marchado tan bien como lo señalan sus puntajes, porque nada allá es saludable en términos académicos. Las estudiantes y egresadas de filosofía estudiamos en un ambiente hostil. O cómo se llama a que, en la primera clase de la vida durante la semana de inducción a una estudiante que está interesada en las artes y la estética le contesten que «si le gustan las calzas entonces mejor que se vaya a odontología», en una ecuación entre estética y brillo dental. El comentario tiene nombre propio: la estudiante era yo, el profesor Juan José Botero, para entonces director del Departamento. Era para templar el carácter, dirán algunos; chiste flojo, dirán otros y algunos más encontrarán argumentos suficientes para demostrar que mi protesta frente a esto era un berrinche de «niña consentida» ante un comentario habitual. Pero no lo es. En el momento me pareció agresivo, fuera de lugar. En retrospectiva, es un acto de menosprecio e irrespeto hacia mis intereses, un acto abominable.

Cuatro semestres más tarde estaba en Lógica IV. Douglas Niño era el profesor. Durante todo el semestre se negó a pronunciar mi nombre. «Como dice el caballero» apuntaba cuando yo intervenía y señalaba a Carlos Castillo quien se sentaba a mi lado. Esta actitud se complementaba con ausencia de contacto visual y gestos de desprecio en el salón de clases. La otra mujer que estaba en ese curso comentó haber tenido problemas similares con Douglas Niño en el pasado, sin embargo, justificaba la actitud del docente argumentando que Douglas tenía un temperamento particular y que le gustaba poner a prueba a la gente. Ella, por ejemplo, había pasado dicha prueba recibiendo un apretón de manos durísimo sin quejarse. Consulté el caso con uno de mis profesores más queridos para ver cómo podía denunciarlo. El consejo de Bernardo Correa fue este: primero, que no valía la pena escalar la queja ante el Departamento y segundo (cito sus palabras) que, como Lucho Herrera cuando había ganado la etapa llegando a la cima ensangrentado, yo debía resistir y esforzarme para demostrarle a Douglas Niño la clase de persona que era. Le contesté que no tenía nada que demostrarle a Douglas Niño. Inversamente proporcional a la solidaridad de los profesores resultó ser la respuesta de mis compañeros Carlos Castillo y José Tovar, quienes no solo interpelaban a Douglas en clase cuando yo hablaba, sino que pidieron revisar cada uno de los exámenes para asegurarse de que habían sido calificados con justicia. Gracias a ellos no abandoné la carrera en ese momento y tuve el carácter de asistir a todas las clases de Lógica IV sin falta. Para Carlos y José fue evidente lo que para los ilustres profesores del Departamento no: lo que no se nombra no existe. Douglas Niño me negó la existencia en el aula.

Cuando terminé la carrera y mi tesis fue considerada meritoria decidí presentarme a la Maestría. Era más de lo mismo con la diferencia de que ahora tenía la posibilidad de compartirlo con otras estudiantes que tenían intereses afines a los míos: Laura Quintana y María del Rosario Acosta, firmantes de la petición de la Red Colombiana de Filósofas. En la entrevista de admisión de la Maestría sentí asco porque pareció una visita en casa. Sentí que me habían admitido por mi apariencia y sonrisa y no por mis méritos académicos. Cursé toda la maestría con notas excelentes, pero cada día ese desagrado inicial se fue incrementando: no me aceptaron porque creyeran en mí, me aceptaron porque era una estadística positiva y era muy probable que fuera a graduarme de la maestría. Como lo señaló Germán Meléndez en más de una ocasión, el éxito de los programas se mide por el número de egresados, no de admitidos. Nunca entregué la tesis de maestría, me produjo repugnancia hacerlo. Si pudiera devolver el título de pregrado, lo haría. Ese Departamento no me representa. 

Estoy segura de que mi historia es apenas una muestra de lo que pasa dentro del Departamento. No lo reporté porque cuando lo hice subestimaron el caso. Porque en un ambiente dominado por varones la violencia verbal y física contra las mujeres pasa desapercibida y los estudiantes replican y celebran las prácticas perversas de sus maestros. Ahora veo con rabia que muchos de los profesores y compañeros de clase que han sido arte y parte de este tipo de acciones y de otras formas de discriminación y abuso en las aulas firmaron la petición de la Red Colombiana de Filósofas. Parecería que se sienten moralmente superiores y hasta con derecho a opinar, Douglas Niño entre ellos. ¿Quiénes se han preguntado si alguna vez han hecho algo mal y están dispuestos a aceptarlo? ¿Cuántos de los profesores firmantes fueron partícipes de matoneo a sus alumnas o compañeras en el aula? ¿Cuántos de ellos les vieron la cara durante semestres enteros y se negaron a saludarlas por su nombre, las menospreciaron? ¿Quiénes de los profesores firmantes han tomado parte activa en el cambio? ¿Quiénes le han preguntado a sus alumnas o colegas si han sido víctimas de matoneo, abuso, menosprecio, acoso en el aula o fuera de ella y han hecho algo para reportarlo o solucionarlo?

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