Hace varios años, Séptimo día, un polémico programa de
televisión de denuncia, ante los rumores de racismo en los bares de la zona
rosa de Bogotá, montó una escena para ver la reacción del público rumbero. La
producción del programa contrató a una pareja de actores afrocolombianos, muy
bien plantados y bien vestidos, para que fueran al mencionado bar y ver qué
pasaba, así mismo contrató a un actor que haría el papel de portero racista con
la clara instrucción de ser verbalmente agresivo e irrespetuoso. Durante horas
la gente ingresó al bar sin hacer nada en solidaridad con los afrocolombianos
que estaban siendo insultados a la entrada. Una vez adentro, los productores
del programa entrevistaban a la gente que había pasado con indiferencia frente
a la pareja y el portero/actor y excusaban su comportamiento con frases que
solo pueden ser calificadas como ridículas. Hubo una excepción en la fila, una
mujer joven, visiblemente indignada por el acto de racismo que en medio de su
disgusto, llamó a la pareja aparte y les dijo que era inadmisible que la
discriminación llegara hasta ese punto. Por último, para expresar su malestar y
total desacuerdo con lo que acababa de ocurrir, dijo que ese señor (el portero)
era un indio.
Es normal encontrar excusas en el uso cotidiano del lenguaje
para minimizar la fuerza de las palabras. Así, muchos dejamos pasar la
expresión “ese señor es un indio” ante la solidaridad aislada de esta señorita
con los afrocolombianos discriminados. Pero los usos del lenguaje, en
particular del lenguaje cotidiano, denotan mucho más de lo que queremos ver. Un
buen ejemplo de ello es que entre los bogotanos, es usual llamar “flechas” a
los teléfonos celulares más básicos. Hasta hace poco yo había asociado ese
nombre a la forma triangular que distinguía a los modelos más básicos de Nokia,
las “flechas” por excelencia, y no le había dado vueltas al por qué eran
llamados así. Me enteré del origen de este apodo por un amigo. “Se les llama
flechas, porque las usan los indios”. La pregunta es entonces: ¿casualidad o
realidad?
Sin ir más lejos, hace unos años, cuando se entraba a la
página de “Antioquia” en Wikipedia, la sección de demografía citaba un
minucioso estudio genético en el que se aseguraba que la población de este
departamento era 80% europea, bajo el argumento de que esta región de Colombia era
“un aislado genético”. El estudio se mantuvo colgado por varios meses en la
página de Wikipedia, y quizás ante la aparición de otra investigación que
desmentía dicha hipótesis, el portal decidió darle la baja. Pero la noticia de
la supuesta “pureza racial antioqueña” tuvo tanta trascendencia y estaba tan
arraigada en la tradición popular, que fue un artículo de página completa en El
Colombiano y todavía se puede consultar en la red y se titula “Los antioqueños son europeos en un 80%” . Sobra decir que en este departamento tienen una particular afinidad con los
temas de pureza, no en vano son la cuna de teorías que aseguran las
importantísimas coincidencias de la cultura antioqueña con las tradiciones judías
en las que se analizan desde las costumbres gastronómicas, hasta la fisionomía
e idiosincrasia de los habitantes. Y los paisas, al parecer, prefieren ser
judíos que indios o negros. Curioso que para “limpiar su sangre” hayan
preferido emparentarse, justamente, con aquellos perseguidos durante la Segunda
Guerra Mundial por tener “sangre impura”. Tampoco es coincidencia que en los
200 años del departamento, la gobernación y el museo de Antioquia hayan querido
hacer énfasis justamente en la riqueza étnica, racial y social de estas tierras,
como lo destaca Jorge Orlando Melo en su columna ¿Raza antioqueña? de la
segunda semana de agosto de 2013.
Ejemplos como estos abundan en nuestra cotidianidad, no es
necesario ir demasiado lejos para darnos cuenta de lo arraigadas que están
estas creencias en nuestra vida diaria. Senadores, representantes a la cámara,
funcionarios públicos y periodistas utilizan con más frecuencia de la que
deberíamos soportar, palabras y expresiones abiertamente discriminadoras.
Nos indignamos cuando los europeos piensan que al llegar a
América Latina van a encontrar indios en taparrabos, queremos que nuestra
imagen sea distinta porque ya no necesitamos un colonizador que llegue a “civilizarnos”, pero
para hacerlo seguimos comportándonos como unos colonizadores con nuestros
propios conciudadanos a quienes tratamos como personas de segunda categoría
cuando hablamos de derechos.
Para la muestra la sorpresa que señala René Pérez, cantante de
Calle 13, en su documental Sin Mapa al llegar a Perú. Las presentadoras de
televisión que le hacían las entrevistas eran sin excepción, rubias y de ojos
claros, cuando la mayor parte de la población peruana dista mucho de verse así.
¿Qué pasa con los noticieros en Colombia? ¿Cómo nos vemos? ¿Acaso seguimos
pensando que somos más desarrollados que ecuatorianos y peruanos por nuestro
color de piel y no por la situación social, económica y cultural del país?
¿Quién es más desarrollado, cómo se mide el nivel de desarrollo cuando seguimos
entendiendo el mundo a partir de categorías sociales completamente
desacreditadas?
Y luego nos escandalizamos al unísono por Agro Ingreso
Seguro o por la venta de terrenos baldíos a grandes emporios industriales,
cuando el argumento, mal que bien es el mismo: para qué darle subsidio a los
pobres que se lo beben todo, cuando se lo podemos dar a familias de empresarios
que saben invertir el dinero (y esclavizar a los pobres)… Lo peor es que la
mayoría de nosotros cae en esa demagogia, perpetuando así no solo la
discriminación social sino el abuso por parte de organizaciones públicas y
privadas. Como dijo el lamentablemente célebre diputado a la Asamblea de Antioquia: “meterle plata al Chocó es como meterle perfume a un bollo” y el señor diputado sigue ahí como si nada!
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