Por: Vanessa
Villegas Solórzano
El desayuno es con
jugo de naranja salido de una cajita de cartón y cereal, acompañados por una
taza de café instantáneo. A la mitad de la mañana una barra de granola, porque
es "natural" o mejor, unas galletas con fibra. El almuerzo incluye papas fritas, jugo que salió de una botellita o gaseosa y la
ensalada arvejas y maíz dulce que venía congelado en una bolsa. Por la
tarde papitas de paquete, frutas secas o maní también procedentes de una
bolsita. En la noche la historia se repite, uno o varios de los ingredientes
del menú incluyen caldo de gallina en cubo, nuggets de pollo listos para freír,
salsas varias, o sándwiches hechos con pan de bolsa. Eso sí, siempre que pueda,
en las redes sociales apoyo a los campesinos y a las semillas colombianas. Si
lo logro, asistiré a todas las marchas y firmaré las peticiones de aavaz y
otros etcéteras.
Porque entre los
jóvenes, no tan jóvenes y maduritos bogotanos está de moda el tema agrario y lo estaba semanas antes de que el paro fuera un hecho.
Suena esperanzador pensar que toda esa gente que se manifiesta en las redes
sociales con indignación, se lamenta sinceramente con el ojo encharcado y habla
con dolor ante lo que está pasando en el campo, esté poniendo de su parte para
cambiar la realidad del país. La pregunta es, ¿lo están haciendo? ¿Cuántos de
ellos se han preguntado qué es lo que comen y de dónde viene? Lamentablemente
la respuesta es, muy pocos.
Puedo estar
equivocada y en realidad todas estas personas que se manifiestan en las redes
sociales son conscientes de lo que comen. Puede ser que cuando piden su combo
de hamburguesa no lo acompañan con papitas fritas porque saben que las papas
congeladas, desde antes de firmar el TLC con Estados Unidos, ya eran un dolor
de cabeza para los paperos colombianos. Pero también recuerdo la Ola Verde, un
movimiento político esperanzador que, a la hora de medir su fuerza en las urnas,
quedó reducido a su mínima expresión, sin contar con la escasa reflexión y
participación política que mostraron los voceros de la Ola apenas unos meses
después de las elecciones. Lo que pasó con la Ola Verde tiene muchísimas
explicaciones que no vienen al caso, pero es un buen parámetro para medir los
estratos 4, 5 y 6 cuando nos indignamos frente al computador.
Muchos de mis colegas
filósofos y algunos amigos se sienten
parte de ese cambio, creen que compartir enlaces en facebook, trinar sobre el
paro y los abusos policiales y salir a marchar los convierte en parte activa de
la movilización. Lamento decirles que se equivocan, porque creer en la idea sin
hacer algo para que ella se cumpla, es un asunto que limita con la fe. Y esto
no es cuestión de fe, sino de comprender de dónde viene lo que comemos. De nada
sirve salir a marchar y sentirse solidario con los campesinos si seguimos
alimentándonos de la misma manera que lo venimos haciendo. No sirve de nada
porque, como lo dice bien Ana Lucía Cárdenas en su artículo “No sembramos pa’semilla”, la industria de los alimentos es la
tercera economía del mundo y los cambios solo pueden surgir de modificar
nuestra relación cotidiana con las cosas que comemos y darnos por enterados de
que la cuestión va mucho más allá de un mero acto de consumo.
Suena casi a chiste
estar en la marcha de los paperos con una botella de gaseosa en la mano o salir
de allí a almorzar en una cadena de alimentos. Con eso borramos con la boca lo
que hacemos con las manos. Tampoco se trata de convertirse a la religión de la
comida orgánica y del comercio justo, pero sí de intentar ser consecuentes, al
menos en la medida de nuestras posibilidades, con lo que estamos haciendo. Ser consecuente
es difícil y nos pone complicado escenario de administrar nuestras convicciones
en la vida diaria. Sin embargo, Mikel López Iturriaga en su blog elcomidista, y
otros tantos amantes de la cocina dedicados a los medios de comunicación, nos
han mostrado que hay pequeñas acciones que podemos hacer en nuestras vidas para
contribuir con el cambio y que van mucho más allá de darle protagonismo a una
foto o a un video.
Por otro lado,
Slavoj Zizek dijo, hablando lo que él llama “La ilusión del capitalismo verde”, que la compra de comida orgánica era la
mejor manera de que las personas lavaran su conciencia frente a las
atrocidades que los rodeaban. Dice Zizek que, al comprar una manzana orgánica,
la persona siente que está contribuyendo
al cambio global, al bienestar de los niños pobres y al uso responsable de las
semillas y del agua, por ejemplo, sin tener que pensar más allá del simple acto
de consumo. Quisiera pensar que el ruido en redes sociales que apoya a los
campesinos colombianos trasciende a esa limpieza de consciencia y que mis
amigos no están tomando juguitos de caja mientras comparten vínculos en
facebook relacionados con las protestas campesinas.
La pregunta es si
estamos dispuestos a hacer cambios reales en nuestros hábitos cotidianos, en
preguntarnos qué comemos con más frecuencia de la que, quizás, queramos hacerlo.
La pregunta es también, si con la indignación de escritorio estamos lavando
nuestra consciencia sobre la poca información que tenemos de la situación
agraria del país, del proceso de paz, de la realidad de toda la gente que ha
tenido que salir del campo desplazada para que meses después, a las mismas
tierras, lleguen grandes firmas a sembrar masivamente. Si como dice Zizek, al
unirnos a las protestas de manera virtual o citadina estamos comprando nuestra
tranquilidad.