jueves, 1 de noviembre de 2018

Respuesta a Ignacio Ávila


Hola Ignacio,

Gracias por su comunicación, realmente es satisfactorio saber que en medio de toda la euforia que pueden producir denuncias como la de la Red colombiana de mujeres filósofas o mi testimonio haya alguien que se tome el tiempo de contestar con detenimiento. Una aclaración: nunca fui su alumna. Efectivamente entre 2000 y 2004 nos cruzamos en el departamento, pero dudo mucho que hayamos intercambiado más de un saludo alguna vez.

Dicho esto, quiero contarle brevemente por qué escribí ese testimonio.

Me animé a enviar la carta al ver que la petición en change.org la estaban firmando personas que fueron o bien mis compañeros o profesores y tuvieron comportamientos reprochables cuando yo era estudiante, entre ellos el mismo Douglas Niño como lo señalo en la carta, pero no el único. Con usted no tenía reproche. Y como le escribí en el comentario en la plataforma de change.org lo animaba a apoyar la causa sin tanto titubeo y más bien a encontrar maneras de que sus preocupaciones se transformaran en cambios en el aula (que yo desconocía y quedaron bien aclaradas con su carta). Hay muchos casos de actitudes no solo machistas sino clasistas y racistas de las que fui testigo de parte de profesores y estudiantes por igual, sin embargo, como no fui doliente de ellas decidí no mencionarlas porque me parece que son las víctimas quienes deben hablar en este momento. Con esto lo que quiero aclarar es que mi testimonio fue una invitación a mirar esa diversidad de violencias cotidianas que se viven en el departamento y que en el afán de aprobar una materia o de sacar la carrera a flote, incluso debido la admiración que nos producen los docentes o los alumnos más brillantes, nos quedan muy difícil de identificar siendo estudiantes. E insisto, los dos profesores mencionados son los que me afectaron a mi directamente, pero la mayoría de quienes todavía están en el departamento de filosofía como profesores de planta son quienes han sido sistemáticos en comportamientos reprochables no solo en su discriminación por género, sino por clase y raza. Y eso es quizás lo que más me duele y en donde encuentro un gran problema de coherencia: docentes que mantuvieron relaciones afectivas con sus estudiantes, o descalificaron o humillaron a sus alumnos por su condición social y se les llena la boca hablando de ética y quieren darnos lecciones a todos.

Sentí que había que aprovechar el momento porque muchos de los mencionados estaban posando de: «no es conmigo. Machistas, clasistas, racistas son los demás. Yo jamás he tenido problemas con las mujeres, la condición social o la raza» y eso solo perpetúa el problema. Decidí escribir mi testimonio con nombres propios, pues no servía hablar en abstracto ya que esto les estaba sirviendo de escudo para evadir el tema. Yo ya no estoy en la Universidad ni me interesa la vida académica, mi experiencia como estudiante solo sirve para resaltar que no fui un caso aislado, fuimos todas las mujeres que estudiamos filosofía las que nos vimos sometidas a este tipo de comportamientos, y que el daño se extiende a esos estudiantes que aun sin ser mujeres no compartían el rasgo de hombre blanco y de clase media-alta que parece ser el ideal de la persona que estudia filosofía para aspirar a ser tratada como par. Y es que como le digo, más allá del daño que pudieron haber causado en mí, es la sistematización de esta violencia en la cotidianidad de las aulas lo que en el departamento parecen no comprender. Las diferentes experiencias de violencia tienen consecuencias en el desempeño profesional y personal de cada víctima, ahí también radica su gravedad y complejidad. Conozco casos dramáticos que ameritaron intervención profesional para evitar una tragedia y eso que yo en particular he tenido muy poca relación con estudiantes de filosofía, incluso cuando estaba en la universidad.

Quisiera mencionar la carta de Marcela Tovar publicada en Sentiido, porque me parece que tiene un par de elementos que muestran lo complicada que es esta reflexión para las personas que hemos pasado por el departamento, en particular si conservan alguna relación con la academia. Por un lado, Marcela se negó a dar nombres, no obstante, habla de situaciones mucho más graves que las mencionadas en mi testimonio. Por otro, Marcela declara que ella «no quiere posar de víctima, porque no lo es». Fíjese lo complicado que es, inclusive para una persona como Marcela que se ha formado profesionalmente en un ambiente en el que el reconocimiento a las víctimas es indispensable, verse como víctima. Porque ser víctima se asocia con debilidad y sufrimiento y en su caso, ella dice estar totalmente alejada de esa relación. Marcela se equivoca. Que no se sienta víctima no quiere decir que no lo sea y que lo que narra en su testimonio no sea una agresión tan reprochable como las demás. El tema pasa por identificar a profesores queridos y admirados con victimarios. Ahí también encuentro una enorme falla en la actitud del departamento: parecería que la indiscutible capacidad de análisis de cada uno de sus integrantes no ha sido suficiente para sentarse a reflexionar sobre sus acciones, en lugar de invitar al diálogo y tratar de escuchar a las víctimas y enfrentar las cosas de frente, se han portado como unos matones, como «la manada», desestimando los alegatos (como se ve en el video que circuló en youtube en el que Luis Eduardo Hoyos y Luis Eduardo Gama tratan de minimizar la petición de change y la califican de alegato). Es que ni siquiera son capaces de darle un nombre al reclamo. Es terrible, a mi modo de ver nada tienen que envidiarle a los Weinsteins, están al mismo nivel y por eso mencioné en mi texto que se sienten moralmente superiores.

El hecho de haber llamado por su nombre a los agresores trajo, en mi caso particular, aprendizajes personales, pero muy poco de reparación. Juan José Botero se contactó conmigo casi inmediatamente después de leer la carta con un mensaje privado muy sentido que me pidió no hacer público. Sin embargo, pocos días después estaba firmando la carta del Departamento y poniendo chistes pendejos sobre acoso en su muro de facebook. Eso me hace pensar que se disculpó para lavar su consciencia conmigo pero que no se ha tomado el trabajo de entender qué es lo que pasa de fondo. La disculpa de Douglas por otro lado me pareció calculada milimétricamente. No dudo que él pueda haber cambiado ni que su intención sea buena, sin embargo, la manera como contestó, el tiempo que se tomó y las palabras perfectamente seleccionadas para hacerlo me señalan otra cosa. Además, no deja de causarme extrañeza el comité de aplausos que lo respaldó tras su respuesta y generó una nueva ola para invisibilizar la acusación y sí, a la víctima, perpetuando así el círculo de la agresión porque la disculpa pasó a ser más importante que la denuncia (a sabiendas de que tener presente la falla es lo que asegura la no repetición). Conservo la esperanza de esto sea el primer paso para el cambio, aunque me quedo con la duda de si lo hizo para quedar bien con el público.

De todas maneras, como lo dije antes, no se trataba, en mi caso particular, de recibir reparación. Se trata más bien, de señalar un comportamiento sistemático, nocivo e invisibilizador. Un comportamiento que, por lo demás, no permite que personas (hombres o mujeres) con pensamientos distintos o con capacidades más amplias que las que explora la misma filosofía, hagamos parte de la academia. Mi esperanza radica no en que quienes están cambien. La mayoría son demasiado mayores para reconsiderar su posición y están inmersos en una burbuja bibliográfica que les impide ver qué pasa a su alrededor, otros ni siquiera consideran esto un problema como lo señalé antes. Con lo mucho que quiero a Bernardo Correa y a Lisímaco Parra, ambos son ejemplo de personas que deberían ceder sus puestos como profesores titulares y abrirle campo a nuevas generaciones, ojalá a mujeres. Que se queden como profesores de cátedra, eso garantiza que su experiencia seguirá inspirando a otros estudiantes y de paso dejan de hacer parte de ese círculo de maniobras igualmente reprochables e incoherentes con la ética y el discurso anticorrupción de quienes reciben pensión y siguen siendo profesores titulares.  

Finalmente me parece importante señalar que salvo usted que se contactó conmigo directamente, no tuve ningún otro acercamiento en busca de aclarar lo sucedido o ampliar mi testimonio: ni el departamento, ni los acusados, ni la universidad, la escuela de estudios de género, nadie. Una muestra más de que este tipo de eventos sufren de la efervescencia del momento y son rápidamente olvidados por todos y que en esa Universidad no tienen tiempo ni ganas de atender reclamos de esta índole. A las víctimas hay que escucharlas y los profesores del departamento, de la Facultad de ciencias humanas y la rectoría de la universidad deben no solo abrir espacios sino estar dispuestos a oír cómo cambió la vida de las estudiantes que han hablado de temas de agresión en el aula. Eso sin mencionar los casos de acoso, y abuso que seguro los hay. Solo así podrá gestarse algún cambio. En últimas, Filosofía es el ejemplo más notorio de disparidad numérica de género, pero no es único, los otros departamentos tienen problemas similares y nos hemos hecho (las mujeres también) las de la vista gorda para encararlos.

Le dejo un artículo de The Guardian en donde muestran las acciones que están tomando las orquestas para erradicar el problema de género en la música que quizás pueda serle de utilidad: Female composers largely ignored by concert line-ups.

Vanessa Villegas Solórzano

miércoles, 3 de octubre de 2018

No lo reporté porque

Por: Vanessa Villegas Solórzano


#noloreportéporque

Contaba Mariana Arango que, cuando era estudiante de Odontología en la Universidad de Antioquia en 1935, sus compañeros le escondían penes humanos en su casillero y los bolsillos de su abrigo buscando con esto disuadirla de continuar sus estudios profesionales. «Porque estudiar en la universidad no era para mujeres». Y si había una mujer dispuesta a alterar el orden impuesto por los varones tanto estudiantes como profesores, entonces debía pasar las pruebas de resistencia como la mencionada y los juicios peyorativos en los que su inteligencia y dedicación eran cuestionadas por su género.

Concha Peláez estudió Química farmacéutica en la Universidad de Antioquia (UdeA) a finales de los años cuarenta. Para ese entonces las carreras tenían cupos limitados para las mujeres, Concha lo narra así: «la entrada para las mujeres no era libre, había cuotas, tres o cuatro mujeres por carrera». Conchita fue la única mujer entre dieciocho hombres, pero a diferencia de Mariana, dice que jamás fue discriminada por sus profesores o compañeros. Era una estudiante brillante y se ganó una beca para ir a la Universidad de Michigan en Ann Arbor, Estados Unidos. Concha señala que la gran diferencia entre la UdeA y Ann Arbor no era la calidad de la educación sino la cantidad de mujeres que participaban de la vida académica.

Margarita Córdoba perteneció a la segunda generación de mujeres que estudiaron Derecho en la Universidad de Antioquia y participó activamente en la campaña del plebiscito de 1957. Para ello, junto a un grupo de activistas por la causa femenina, recorrió los pueblos de Colombia explicándole a las mujeres que ellas también tenían derecho a ser ciudadanas con igualdad de deberes y oportunidades que los varones. Tras la campaña, Margarita fue escogida por sus compañeras de lucha como candidata en las elecciones parlamentarias y fue Representante a la Cámara entre 1958 y 1960. Los proyectos que impulsó giraban alrededor del papel de las mujeres en la sociedad: gracias a ella se promovió el nombramiento de mujeres en cargos públicos y las estudiantes embarazadas, que hasta la fecha eran expulsadas de las aulas por ser un mal ejemplo para sus compañeras, pudieron continuar con sus estudios. De no haber sido por Margarita y su convicción de que representaba la necesidad de cambio en las políticas de esta sociedad más que a las mujeres colombianas, Colombia se habría tardado varios años en tener magistradas, juezas y en general, mujeres profesionales en la vida pública. Todas ellas son voces necesarias para entender la sociedad en la que vivimos y somos parte.

El Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional sede Bogotá parece estar estancado en esa época: en la de Mariana Arango como víctima de matoneo de profesores y estudiantes, la de Concha Peláez como única estudiante en su carrera, la de Margarita Córdoba explicándole a los congresistas que los espacios para las mujeres hay que abrirlos, no se abren solos. La gran diferencia parecería ser que al menos esas mujeres lograron ser escuchadas, encontraron en algunos de sus pares unos receptores capaces de convertirse en agentes de cambio. Los profesores del Departamento de Filosofía, por el contrario, no se han percatado de su error. Su extensa bibliografía y sus créditos académicos parecen haberlos blindado: están por encima de los demás y no tienen por qué cambiar algo que, en apariencia, ha funcionado bien durante tantos años.

Sin embargo, ese Departamento no ha marchado tan bien como lo señalan sus puntajes, porque nada allá es saludable en términos académicos. Las estudiantes y egresadas de filosofía estudiamos en un ambiente hostil. O cómo se llama a que, en la primera clase de la vida durante la semana de inducción a una estudiante que está interesada en las artes y la estética le contesten que «si le gustan las calzas entonces mejor que se vaya a odontología», en una ecuación entre estética y brillo dental. El comentario tiene nombre propio: la estudiante era yo, el profesor Juan José Botero, para entonces director del Departamento. Era para templar el carácter, dirán algunos; chiste flojo, dirán otros y algunos más encontrarán argumentos suficientes para demostrar que mi protesta frente a esto era un berrinche de «niña consentida» ante un comentario habitual. Pero no lo es. En el momento me pareció agresivo, fuera de lugar. En retrospectiva, es un acto de menosprecio e irrespeto hacia mis intereses, un acto abominable.

Cuatro semestres más tarde estaba en Lógica IV. Douglas Niño era el profesor. Durante todo el semestre se negó a pronunciar mi nombre. «Como dice el caballero» apuntaba cuando yo intervenía y señalaba a Carlos Castillo quien se sentaba a mi lado. Esta actitud se complementaba con ausencia de contacto visual y gestos de desprecio en el salón de clases. La otra mujer que estaba en ese curso comentó haber tenido problemas similares con Douglas Niño en el pasado, sin embargo, justificaba la actitud del docente argumentando que Douglas tenía un temperamento particular y que le gustaba poner a prueba a la gente. Ella, por ejemplo, había pasado dicha prueba recibiendo un apretón de manos durísimo sin quejarse. Consulté el caso con uno de mis profesores más queridos para ver cómo podía denunciarlo. El consejo de Bernardo Correa fue este: primero, que no valía la pena escalar la queja ante el Departamento y segundo (cito sus palabras) que, como Lucho Herrera cuando había ganado la etapa llegando a la cima ensangrentado, yo debía resistir y esforzarme para demostrarle a Douglas Niño la clase de persona que era. Le contesté que no tenía nada que demostrarle a Douglas Niño. Inversamente proporcional a la solidaridad de los profesores resultó ser la respuesta de mis compañeros Carlos Castillo y José Tovar, quienes no solo interpelaban a Douglas en clase cuando yo hablaba, sino que pidieron revisar cada uno de los exámenes para asegurarse de que habían sido calificados con justicia. Gracias a ellos no abandoné la carrera en ese momento y tuve el carácter de asistir a todas las clases de Lógica IV sin falta. Para Carlos y José fue evidente lo que para los ilustres profesores del Departamento no: lo que no se nombra no existe. Douglas Niño me negó la existencia en el aula.

Cuando terminé la carrera y mi tesis fue considerada meritoria decidí presentarme a la Maestría. Era más de lo mismo con la diferencia de que ahora tenía la posibilidad de compartirlo con otras estudiantes que tenían intereses afines a los míos: Laura Quintana y María del Rosario Acosta, firmantes de la petición de la Red Colombiana de Filósofas. En la entrevista de admisión de la Maestría sentí asco porque pareció una visita en casa. Sentí que me habían admitido por mi apariencia y sonrisa y no por mis méritos académicos. Cursé toda la maestría con notas excelentes, pero cada día ese desagrado inicial se fue incrementando: no me aceptaron porque creyeran en mí, me aceptaron porque era una estadística positiva y era muy probable que fuera a graduarme de la maestría. Como lo señaló Germán Meléndez en más de una ocasión, el éxito de los programas se mide por el número de egresados, no de admitidos. Nunca entregué la tesis de maestría, me produjo repugnancia hacerlo. Si pudiera devolver el título de pregrado, lo haría. Ese Departamento no me representa. 

Estoy segura de que mi historia es apenas una muestra de lo que pasa dentro del Departamento. No lo reporté porque cuando lo hice subestimaron el caso. Porque en un ambiente dominado por varones la violencia verbal y física contra las mujeres pasa desapercibida y los estudiantes replican y celebran las prácticas perversas de sus maestros. Ahora veo con rabia que muchos de los profesores y compañeros de clase que han sido arte y parte de este tipo de acciones y de otras formas de discriminación y abuso en las aulas firmaron la petición de la Red Colombiana de Filósofas. Parecería que se sienten moralmente superiores y hasta con derecho a opinar, Douglas Niño entre ellos. ¿Quiénes se han preguntado si alguna vez han hecho algo mal y están dispuestos a aceptarlo? ¿Cuántos de los profesores firmantes fueron partícipes de matoneo a sus alumnas o compañeras en el aula? ¿Cuántos de ellos les vieron la cara durante semestres enteros y se negaron a saludarlas por su nombre, las menospreciaron? ¿Quiénes de los profesores firmantes han tomado parte activa en el cambio? ¿Quiénes le han preguntado a sus alumnas o colegas si han sido víctimas de matoneo, abuso, menosprecio, acoso en el aula o fuera de ella y han hecho algo para reportarlo o solucionarlo?