martes, 27 de agosto de 2013

Ilusión y desilusión



Por: Vanessa Villegas Solórzano

El desayuno es con jugo de naranja salido de una cajita de cartón y cereal, acompañados por una taza de café instantáneo. A la mitad de la mañana una barra de granola, porque es "natural" o mejor, unas galletas con fibra. El almuerzo incluye papas fritas, jugo que salió de una botellita o gaseosa y la ensalada arvejas y maíz dulce que venía congelado en una bolsa. Por la tarde papitas de paquete, frutas secas o maní también procedentes de una bolsita. En la noche la historia se repite, uno o varios de los ingredientes del menú incluyen caldo de gallina en cubo, nuggets de pollo listos para freír, salsas varias, o sándwiches hechos con pan de bolsa. Eso sí, siempre que pueda, en las redes sociales apoyo a los campesinos y a las semillas colombianas. Si lo logro, asistiré a todas las marchas y firmaré las peticiones de aavaz y otros etcéteras. 

Porque entre los jóvenes, no tan jóvenes y maduritos bogotanos está de moda el tema agrario y lo estaba semanas antes de que el paro fuera un hecho. Suena esperanzador pensar que toda esa gente que se manifiesta en las redes sociales con indignación, se lamenta sinceramente con el ojo encharcado y habla con dolor ante lo que está pasando en el campo, esté poniendo de su parte para cambiar la realidad del país. La pregunta es, ¿lo están haciendo? ¿Cuántos de ellos se han preguntado qué es lo que comen y de dónde viene? Lamentablemente la respuesta es, muy pocos.

Puedo estar equivocada y en realidad todas estas personas que se manifiestan en las redes sociales son conscientes de lo que comen. Puede ser que cuando piden su combo de hamburguesa no lo acompañan con papitas fritas porque saben que las papas congeladas, desde antes de firmar el TLC con Estados Unidos, ya eran un dolor de cabeza para los paperos colombianos. Pero también recuerdo la Ola Verde, un movimiento político esperanzador que, a la hora de medir su fuerza en las urnas, quedó reducido a su mínima expresión, sin contar con la escasa reflexión y participación política que mostraron los voceros de la Ola apenas unos meses después de las elecciones. Lo que pasó con la Ola Verde tiene muchísimas explicaciones que no vienen al caso, pero es un buen parámetro para medir los estratos 4, 5 y 6 cuando nos indignamos frente al computador.

Muchos de mis colegas filósofos y algunos amigos se sienten parte de ese cambio, creen que compartir enlaces en facebook, trinar sobre el paro y los abusos policiales y salir a marchar los convierte en parte activa de la movilización. Lamento decirles que se equivocan, porque creer en la idea sin hacer algo para que ella se cumpla, es un asunto que limita con la fe. Y esto no es cuestión de fe, sino de comprender de dónde viene lo que comemos. De nada sirve salir a marchar y sentirse solidario con los campesinos si seguimos alimentándonos de la misma manera que lo venimos haciendo. No sirve de nada porque, como lo dice bien Ana Lucía Cárdenas en su artículo No sembramos pa’semilla, la industria de los alimentos es la tercera economía del mundo y los cambios solo pueden surgir de modificar nuestra relación cotidiana con las cosas que comemos y darnos por enterados de que la cuestión va mucho más allá de un mero acto de consumo.

Suena casi a chiste estar en la marcha de los paperos con una botella de gaseosa en la mano o salir de allí a almorzar en una cadena de alimentos. Con eso borramos con la boca lo que hacemos con las manos. Tampoco se trata de convertirse a la religión de la comida orgánica y del comercio justo, pero sí de intentar ser consecuentes, al menos en la medida de nuestras posibilidades, con lo que estamos haciendo. Ser consecuente es difícil y nos pone complicado escenario de administrar nuestras convicciones en la vida diaria. Sin embargo, Mikel López Iturriaga en su blog elcomidista, y otros tantos amantes de la cocina dedicados a los medios de comunicación, nos han mostrado que hay pequeñas acciones que podemos hacer en nuestras vidas para contribuir con el cambio y que van mucho más allá de darle protagonismo a una foto o a un video. 


Es claro que quienes podemos elegir qué comemos somos un grupo privilegiado, precisamente por eso, desde ese privilegio tenemos que intentar ser medianamente consecuentes y llevar nuestro discurso a la acción, porque si no, ¿de qué sirve? 

Por otro lado, Slavoj Zizek dijo, hablando lo que él llama La ilusión del capitalismo verde, que la compra de comida orgánica era la mejor manera de que las personas lavaran su conciencia frente a las atrocidades que los rodeaban. Dice Zizek que, al comprar una manzana orgánica, la persona siente que está contribuyendo al cambio global, al bienestar de los niños pobres y al uso responsable de las semillas y del agua, por ejemplo, sin tener que pensar más allá del simple acto de consumo. Quisiera pensar que el ruido en redes sociales que apoya a los campesinos colombianos trasciende a esa limpieza de consciencia y que mis amigos no están tomando juguitos de caja mientras comparten vínculos en facebook relacionados con las protestas campesinas. 

La pregunta es si estamos dispuestos a hacer cambios reales en nuestros hábitos cotidianos, en preguntarnos qué comemos con más frecuencia de la que, quizás, queramos hacerlo. La pregunta es también, si con la indignación de escritorio estamos lavando nuestra consciencia sobre la poca información que tenemos de la situación agraria del país, del proceso de paz, de la realidad de toda la gente que ha tenido que salir del campo desplazada para que meses después, a las mismas tierras, lleguen grandes firmas a sembrar masivamente. Si como dice Zizek, al unirnos a las protestas de manera virtual o citadina estamos comprando nuestra tranquilidad.

martes, 20 de agosto de 2013

Pura sangre

Por: Vanessa Villegas Solórzano


Hace varios años, Séptimo día, un polémico programa de televisión de denuncia, ante los rumores de racismo en los bares de la zona rosa de Bogotá, montó una escena para ver la reacción del público rumbero. La producción del programa contrató a una pareja de actores afrocolombianos, muy bien plantados y bien vestidos, para que fueran al mencionado bar y ver qué pasaba, así mismo contrató a un actor que haría el papel de portero racista con la clara instrucción de ser verbalmente agresivo e irrespetuoso. Durante horas la gente ingresó al bar sin hacer nada en solidaridad con los afrocolombianos que estaban siendo insultados a la entrada. Una vez adentro, los productores del programa entrevistaban a la gente que había pasado con indiferencia frente a la pareja y el portero/actor y excusaban su comportamiento con frases que solo pueden ser calificadas como ridículas. Hubo una excepción en la fila, una mujer joven, visiblemente indignada por el acto de racismo que en medio de su disgusto, llamó a la pareja aparte y les dijo que era inadmisible que la discriminación llegara hasta ese punto. Por último, para expresar su malestar y total desacuerdo con lo que acababa de ocurrir, dijo que ese señor (el portero) era un indio.

Es normal encontrar excusas en el uso cotidiano del lenguaje para minimizar la fuerza de las palabras. Así, muchos dejamos pasar la expresión “ese señor es un indio” ante la solidaridad aislada de esta señorita con los afrocolombianos discriminados. Pero los usos del lenguaje, en particular del lenguaje cotidiano, denotan mucho más de lo que queremos ver. Un buen ejemplo de ello es que entre los bogotanos, es usual llamar “flechas” a los teléfonos celulares más básicos. Hasta hace poco yo había asociado ese nombre a la forma triangular que distinguía a los modelos más básicos de Nokia, las “flechas” por excelencia, y no le había dado vueltas al por qué eran llamados así. Me enteré del origen de este apodo por un amigo. “Se les llama flechas, porque las usan los indios”. La pregunta es entonces: ¿casualidad o realidad?

Sin ir más lejos, hace unos años, cuando se entraba a la página de “Antioquia” en Wikipedia, la sección de demografía citaba un minucioso estudio genético en el que se aseguraba que la población de este departamento era 80% europea, bajo el argumento de que esta región de Colombia era “un aislado genético”. El estudio se mantuvo colgado por varios meses en la página de Wikipedia, y quizás ante la aparición de otra investigación que desmentía dicha hipótesis, el portal decidió darle la baja. Pero la noticia de la supuesta “pureza racial antioqueña” tuvo tanta trascendencia y estaba tan arraigada en la tradición popular, que fue un artículo de página completa en El Colombiano y todavía se puede consultar en la red y se titula “Los antioqueños son europeos en un 80%”  . Sobra decir que en este departamento tienen una particular afinidad con los temas de pureza, no en vano son la cuna de teorías que aseguran las importantísimas coincidencias de la cultura antioqueña con las tradiciones judías en las que se analizan desde las costumbres gastronómicas, hasta la fisionomía e idiosincrasia de los habitantes. Y los paisas, al parecer, prefieren ser judíos que indios o negros. Curioso que para “limpiar su sangre” hayan preferido emparentarse, justamente, con aquellos perseguidos durante la Segunda Guerra Mundial por tener “sangre impura”. Tampoco es coincidencia que en los 200 años del departamento, la gobernación y el museo de Antioquia hayan querido hacer énfasis justamente en la riqueza étnica, racial y social de estas tierras, como lo destaca Jorge Orlando Melo en su columna ¿Raza antioqueña? de la segunda semana de agosto de 2013.

Ejemplos como estos abundan en nuestra cotidianidad, no es necesario ir demasiado lejos para darnos cuenta de lo arraigadas que están estas creencias en nuestra vida diaria. Senadores, representantes a la cámara, funcionarios públicos y periodistas utilizan con más frecuencia de la que deberíamos soportar, palabras y expresiones abiertamente discriminadoras. 

Nos indignamos cuando los europeos piensan que al llegar a América Latina van a encontrar indios en taparrabos, queremos que nuestra imagen sea distinta porque ya no necesitamos un  colonizador que llegue a “civilizarnos”, pero para hacerlo seguimos comportándonos como unos colonizadores con nuestros propios conciudadanos a quienes tratamos como personas de segunda categoría cuando hablamos de derechos. 

Para la muestra la sorpresa que señala René Pérez, cantante de Calle 13, en su documental Sin Mapa al llegar a Perú. Las presentadoras de televisión que le hacían las entrevistas eran sin excepción, rubias y de ojos claros, cuando la mayor parte de la población peruana dista mucho de verse así. ¿Qué pasa con los noticieros en Colombia? ¿Cómo nos vemos? ¿Acaso seguimos pensando que somos más desarrollados que ecuatorianos y peruanos por nuestro color de piel y no por la situación social, económica y cultural del país? ¿Quién es más desarrollado, cómo se mide el nivel de desarrollo cuando seguimos entendiendo el mundo a partir de categorías sociales completamente desacreditadas?

Y luego nos escandalizamos al unísono por Agro Ingreso Seguro o por la venta de terrenos baldíos a grandes emporios industriales, cuando el argumento, mal que bien es el mismo: para qué darle subsidio a los pobres que se lo beben todo, cuando se lo podemos dar a familias de empresarios que saben invertir el dinero (y esclavizar a los pobres)… Lo peor es que la mayoría de nosotros cae en esa demagogia, perpetuando así no solo la discriminación social sino el abuso por parte de organizaciones públicas y privadas. Como dijo el lamentablemente célebre diputado a la Asamblea de Antioquia: “meterle plata al Chocó es como meterle perfume a un bollo” y el señor diputado sigue ahí como si nada!