miércoles, 19 de diciembre de 2007

Un problema de imagen

Por: Vanessa Villegas Solórzano


En la exposición Displaced: Contemporary Art from Colombia, curada por María Clara Bernal y Karen MacKinnon y realizada en Gales en octubre pasado, la obra de Wilson Díaz, Los Rebeldes del Sur sufrió un acto de censura por parte del embajador de Colombia en el Reino Unido, Carlos Medellín Becerra. Después de haber sido Wilson invitado a la exposición, su obra embalada y despachada desde la cancillería misma en Bogotá y de aparecer en el catálogo impreso de la muestra, al embajador Medellín, que alguna vez siendo ministro de justicia dijo que el hecho de apellidarse así no lo vinculaba con esa ciudad de narcotraficantes, le pareció políticamente incorrecto el mensaje que transmitía la obra del artista caleño y dio la orden de desmontarla. Cito aquí sus declaraciones en radio: por ningún motivo es censura. No entramos en consideraciones técnicas ni artísticas, sino en una consideración sencilla de respeto, porque el gobierno de Colombia no puede promover ni soportar una exhibición de una organización al margen de la ley y porque la labor en Europa es mostrar que los grupos al margen de la ley son organizaciones terroristas dedicadas al narcotráfico.

Al igual que el embajador Medellín, no quiero entrar en consideraciones técnicas ni artísticas respecto a la obra Los Rebeldes del Sur. No se trata de si es o no es arte, no se trata tampoco de si está o no bien realizada, ejecutada, montada, o exhibida. Se trata, más bien, de su importancia como documento de un hecho que, querámoslo o no, ocurrió. La censura, como pasa la mayoría de las veces, lo único que hizo fue por un lado, proyectar la obra de Díaz a escenarios y público que de otra manera no se habrían percatado de su existencia; y por otro lado, dio pie para todo tipo de preguntas acerca de la imagen que el gobierno de Colombia quiere proyectar en los demás países.

Lo que parece quedar claro, después de las declaraciones del embajador, es que a nuestro gobierno no le interesa que se vea a personas vestidas de camuflado, empuñando fusiles mientras bailan y cantan vallenatos, pues según logro entender en las palabras oficiales antes citadas, estas imágenes no muestran de una manera suficientemente elocuente que los grupos al margen de la ley son organizaciones terroristas dedicadas al narcotráfico. Tal vez para el señor Medellín y su diplomático razonamiento, dicho documento artístico sólo hace evidente que la vida de la guerra es una vida feliz y plena, en la que el tiempo sobra para bailar y cantar, o como él parece entender, es sinónimo de simpatía para con el grupo armado. ¿Qué es eso que no deben ver las personas que se encuentran por fuera de Colombia? ¿Guerrilleros divirtiéndose? ¿Acaso su imagen implica, necesariamente, una imagen positiva de la guerrilla a la que pertenecen? Una de las preguntas que hay que hacerle al embajador es si le resulta mucho más interesante y menos censurable, el uso que se le está dando a la imagen de Ingrid Betancourt completamente demacrada con la que ahora se pretende sensibilizar y unificar a Colombia y al mundo, en aras de fortalecer la imagen de país que él y el gobierno al que representa quieren enseñar.

Como dije antes, el hecho de que la obra Los Rebeldes del Sur haya estado censurada en la muestra, no implica ni su desaparición como obra, ni la desaparición de los hechos allí registrados. Por el contrario, implica una visibilidad mayor en tanto está presente la pregunta por su ausencia. Habría que recordarle entonces al embajador, que en estos asuntos la lógica funciona como tiene que funcionar: lo prohibido se vende, y lo vendido se agota. Por esa razón, me causa tanta molestia que la nombrada imagen de Ingrid se esté usando como valla publicitaria y cortinilla de todos los noticieros buscando la unidad de los colombianos, ya que una imagen tan dolorosa, en pocos días terminará haciendo parte del paisaje urbano. El impacto que genera ver esa imagen una, dos o tres veces, se ve desdibujado por la repetición y la saturación, convirtiéndola en el más banal de los fondos, o en el peor de los casos, en la más sucia pornomiseria.

No está de más aclarar que las imágenes de Los Rebeldes del Sur y las de Ingrid y los demás secuestrados no son comparables, ni equiparables, ni equivalentes. Son sin embargo, muestras ambas de una misma realidad en la que vivimos los colombianos, es la realidad misma que viven aquellos que están allá en la selva. Desconocer dicha realidad a través de actos de censura como el protagonizado por la embajada en el Reino Unido, es tan grave, como lo es la hiperexposición que sufre la imagen de Ingrid, en medios nacionales e internacionales. De igual manera, se convierte en una cuestión de justicia, y con esto quiero decir específicamente que no es un problema de imagen, la sensibilización de los colombianos. Tiene que haber una forma en la que todas estas cosas logren conmovernos (¿más?) de manera efectiva, esto es obligándonos a tomar acciones reales, y dejar a un lado la lógica de si no lo veo, no existe, y me voy de este país porque acá es imposible vivir con todas esas noticias. Como si haciéndolo, los actos atroces dejaran de existir mágicamente.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Años de soledad

Por: Vanessa Villegas Solórzano


La palabra solidaridad es extraña. Suele usarse para hablar de los amigos, bien sea porque fueron, bien sea porque no fueron solidarios. Se dice que Colombia es una nación solidaria, y las pruebas de ello son la cantidad de ayudas recaudadas en comida, dinero, e incluso mano de obra, cada vez que hay una catástrofe natural. Tampoco falta el ciudadano que llama a un programa radial a pedir “ayuda humanitaria” debido a su precaria situación, y recibe, en menos de lo que todos esperábamos, un medicamento, una silla de ruedas, un pasaje aéreo, un trabajo. Son solidarios los bancos, las licoreras, las fiduciarias, los centros comerciales, y todos aquellos que ponen dinero o recursos de otras índoles en aras de ayudar a quienes han sido víctimas de la naturaleza o de los actores armados de un conflicto que todavía algunos se atreven a decir que no es nuestro.

Sin embargo, tengo mis dudas respecto a la solidaridad de este pueblo. Los últimos días de noviembre se vieron marcados por los testimonios más desgarradores e impactantes, por decir lo menos, que he escuchado en años, respecto a las prácticas antropofágicas de los paramilitares en los llanos orientales colombianos. Hace casi una década, el mundo (y digo el mundo porque salió publicada incluso en el Financial Times de Londres) se había escandalizado con la noticia de que unos de estos grupos (en ese caso no en los llanos, sino en la región de Urabá) no sólo decapitaban a sus víctimas con motosierras, sino que después de hacerlo jugaban fútbol con sus cabezas. Los muertos de los que habla el artículo de El Tiempo del último domingo de noviembre se cuentan por cientos, y siempre cabe preguntarse si no fueron más. Lo realmente sorprendente es que a nadie pareció calarle la noticia. Nadie pareció darse cuenta de que esos muertos eran tan colombianos y tan ciudadanos como nosotros, porque estaban demasiado lejos allá en el llano, por un lado, y por otro porque seguramente pertenecían a familias humildes con poca influencia a nivel nacional como para hacer resonar la noticia. Nadie llamó a una movilización nacional ante el horror de la masacre, nadie habló de esos muertos como si fueran suyos, así como nadie ha parecido inmutarse cada vez que alguno de los cabecillas presos ha confesado su responsabilidad en la muerte de cientos o miles de personas. El reinado de Cartagena obtiene más cubrimiento periodístico y las razones sobran, como diría don Raimundo: los colombianos estamos cansados de tanta noticia mala entonces hay que darle prioridad a las buenas nuevas (argumento que no sobra decir, también se ha convertido en el gran eslogan de las embajadas, pero de eso hablaré después).

¿Dónde está entonces la solidaridad de los colombianos? Quizás se encuentre en los lectores de Semana, Cambio y El Tiempo tanto en su versión impresa como en línea, que nos dedicamos gran parte del fin de semana a leer la igualmente dolorosa carta de Ingrid Betancourt a su mamá. O quizás en los oyentes de radio que manifiestan su malestar al aire a través de las líneas telefónicas. Podría apostar a que una inmensa mayoría de ellos sintió el dolor y la desolación que transmite Ingrid en su carta, y podría apostar también a que la indignación fue la manera con que se nombró lo que produce tanto el estado de ella, como de los demás secuestrados. Pero nuestra inmensa solidaridad se queda ahí, en la compra del periódico y en la indignación que nos produce la noticia, en nada más. Si acaso les alcanza a algunos para llamar y esperar durante largas horas en el teléfono para poder manifestar su opinión en radio.

Ingrid habla de lo sola que se siente, como solas se deben sentir todas esas familias cuya existencia diaria está enmarcada por el terror. Y a pesar de ello, mañana cualquier otra noticia de farándula nos hará olvidar, como lo ha hecho siempre, todo ese dolor. Ese dolor que convive siempre tanto con las víctimas, como con sus familiares. Los que estamos de este lado, los que nos decimos solidarios asistimos a las marchas o a los conciertos convocados para no olvidar, únicamente cuando hay algún otro interés personal de por medio y no por solidaridad con el dolor de los demás, mientras que en otros países se juntan más personas por mucho menos. Es verdad entonces, solidaridad es una palabra extraña.